sábado, 14 de febrero de 2009

Problema amoroso complicadísimo no. 1

Estaba en mis dulces 16 cuando lo conocí. En el bosque de Chapultepec, a un lado del Panteón de Dolores y entre caballos, nos hicimos amigos. Él me daba consejos para lidiar con mi alazán, un completo horate que se desbocaba frente a cualquier obstáculo, aventando la cabeza violentemente de un lado a otro; yo le contaba sobre mi aversión a las matemáticas, mis primeros gallos y algunas tragedias amorosas. Nunca fuimos más allá del hípico, era una amistad acotada al mundo equino y, pensaba, que terminaría cuando alguno de los dos dejara de montar. Yo fui la primera. Llegó el día en que hubo que elegir entre una licenciatura o mi caballo; tuve poca participación en la decisión final. En el segundo semestre de la carrera, regalaron al animal y lo mandaron a un rancho perdido en el Estado de México, dicen que por Satélite. De ninguno de los dos volví a saber hasta varios años después. Uno, me contó un caballerango, retozaba alegre entre pastizales, el otro, se había ido de México a seguir montando. Yo me alejé de los caballos definitivamente.
Mi amigo regresó de su viaje y se abocó al estudio. Entró a la maestría, después al doctorado, en la misma universidad en donde yo, harta, terminaba mis últimas materias. Nos cruzábamos de tanto en tanto en los pasillos, desorientados por la falta de árboles y animales, y siempre intercambiábamos números; nunca nos llamábamos. Un día, extraño, le pedí un favor. Como pago, lo invité al cine. Los confines viejos y nuevos, se esfumaron: después de todo, sí podíamos vernos, incluso en mejores términos que antes. Tomándonos de la cintura de tanto en tanto, roces desentendidos aquí y allá, y riendo exageradamente por nuestra gracia natural, empezaba a convencerme de que era una gran seductora a pesar de mis fracasos recientes. Dos meses antes había estado saliendo con dos sujetos: uno, me dejó por un hombre, al otro, lo conocí en un velorio, nuestro encuentro más "light". Mi mala racha, era claro, llegaba a su fin.
Decidimos tomar un café antes de mi clase. No escatimó piropos, por ahí soltó una insinuación que me chiveó, y me dijo que tenía novia. Cansada como estoy, no me afligió, tampoco cuando ofreció presentarme a una amiga suya, guapísima al parecer. Me reí y acordamos comer la siguiente semana. Nos veríamos en su casa, prepararía un sushi y, apesar de mis explicaciones, insistió en invitar a la amiga. Debo decir que estoy orgullosa de mi capacidad de adaptación, media hora después había logrado desprenderne de cualquier expectativa, sin frustración ni dramatismo, asumí que a lo sumo tendría la atención de otra mujer.
Llegó el día, entre semana y muchos pendientes. Improvisé un postre con unos panes y helado de vainilla. ¿Iría la amiga en verdad? Empezaba a cuestionarme. ¿Estaría dispuesta a...? De cualquier forma, andaba a las carreras, no había mucho tiempo para comer, menos para dudas de identidad. Encontré el edificio sin problema, metí el coche a pesar del enojo del portero y de sus insistentes preguntas. Al final, bastó con decirle que no tardaría: "Pásele, es en el tercer piso", respondió cordial. Panes y helado en mano, timbré en el 302. Se movió la manija y se abrió poco a poco la puerta, mientras aparecía al otro lado mi amigo, en truza. Me reí, esta vez nerviosa. Por suerte, mi capacidad de adaptación entró al quite de nuevo y seguí como si nada. Con todo, era difícil conversar, mi mirada bajaba una y otra vez hasta que opté por comer papitas compulsivamente. Me dió el tour, muy necesario, de las tres habitaciones del departamento. Una mesa junto a la puerta, el comedor. Dos metros más atrás, un sofá naranja, junto al muro de espejos, hacía de sala. Este cuarto, el estudio: un escritorio, libros de economía y caballos, unos discos de salsa. El siguiente cuarto, "mi cama, sólo la tendí porque venías". Un edredón con la estampa de un tigre siberiano descansaba sobre el colchón; otra risa nerviosa que intenté disimular con sarcasmo. Aún había que preparar la comida, pasamos a la cocina.
El arroz no se enfriaba. Debíamos esperar pero me negué, tenía poco tiempo. Generoso, me pidió que eligiera los ingredientes, tarea fácil: sólo quedaba pepino y mango, se había comido los camarones antes de que yo llegara. Insistió en que esperáramos mientras me servía un tequila. Yo tomé un cuchillo y empecé a cortar el pepino. Lo sentí detrás mío, predecible, directo al cuello y los hombros. Seguí en lo mío, intentando involucrarlo con algunas consultas, ¿así está bien o más grueso? Arrimón. ¿Cómo corto el mango? Miré por la ventana. ¿Vives junto a un estacionamiento de tractores? Explicó que eran "atractores". Me sentí en una película porno: cero trama, frases memorables. De pronto estábamos contra la pared, y nos ví en el espejo de la sala, gran escena. Volvimos al sushi, haríamos un solo rollo que compartiríamos, sería más rápido. Lo comimos en el sillón naranja, herencia del abuelo, desde donde yo no podía dejar de mirarnos a través del espejo. Él empezó a hacer movimientos un tanto gimnásticos, subía y bajaba las piernas de los cojines, no sabía cómo acercarse. Yo seguí comiendo y viéndome masticar. Finalmente se abalanzó, otra gran escena y más frases de antología. Me sentí un poco sexy. Corté. Era tarde, debía irme. Vi cómo nos levantamos y recogimos todo.
Al bajar las escaleras sentí curiosidad, acaso decepción, y le pregunté por qué no había ido su amiga. No recuerdo su respuesta, solamente que intentó bromear y me tomó por la cintura. Fingí que me dió risa. Estábamos al borde de un escalón, nos besamos a la luz de la tarde que se filtraba por la reja, mientras el portero nos miraba desde abajo. Me subí al coche. Antes de arrancar, lo saludé rápido por el retrovisor, apenas tendría tiempo de llegar a la siguiente función. Actores de la Theater an der Ruhr habían colaborado en la puesta en escena de Las Troyanas, "fabulosa" en palabras de muchos, y acababa de reiniciar la temporada en el Bosque de Chapultepec, no podía faltar.

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